Un buen día -hace como 14 años- se programó un viaje relámpago que duró más de lo previsto. La estadía fuera de casa casi siempre es una experiencia que trae de regreso conocimiento nuevo que luego se puede compartir, más aún si ese va a ser tu primer vuelo.
El viaje de regreso fue programado para una madrugada y el día anterior no pude rechazar a que -mi capacitador- me invite a comer algo rico para luego visitar oportunamente a un cumpleañero del cual no tengo memoria, lo que sí recuerdo son las numerosas caras, algo somnolientas, preguntando de dónde era este cholito que apareció de pronto.
La fama etílica de Puno es bien conocida y al apenas pronunciar el origen se llenaban vasos enteros con licores de alto octanaje. Hubiese preferido cerveza, a la que estoy plenamente acostumbrado, pero insistían en sus mezclas envenenadas que no estaban mal. El profundo inconsciente -o el temor al quedar varado- despertó en algún momento y me dio un poco de claridad a la nubosidad que era esa «fiesta», me hizo recordar el vuelo de regreso.
Me excusé muchas veces tratando de irme sin siquiera saber en qué parte de Lima me encontraba, solo sabía que estaba a 40 minutos del centro y además que la ciudad ya no era la misma que conocí hace como 20 años en el que era solamente un chibolo desorientado.
Cuando de pronto reconocí al amigo que me arrastró a tal situación desesperante y le insistí que me llevara de vuelta al hotel para recoger mis miserias y regresar a mi pueblito, él se puso serio y sin tener que decir más llegué al aeropuerto a tiempo.
Cuando estuve en la fila para ingresar me invadió otra angustia «¿Dejarán entrar a alguien tan ebrio como yo?» Traté de portarme lo más «sano» posible, puse el cuerpo rígido y el rostro serio, limpie mis babas, acomodé sin éxito el cabello, pero no sirvió de nada, los murmullos de mis vecinos lo confirmaron. Seguí.
Mi temor era infundado, no ocurrió nada más que un tropiezo con alguna bandeja equivocada, las ideas mías sobre posibles dosajes etílicos o revisiones sin ropa mostrando mi vergonzosa realidad eran pura fantasía.
El vuelo fue tranquilo y hasta pude pedir doble bebida, ni me preocupé de la inminente resaca que estaba apunto de tocar la puerta.
Al salir del avión, ya en Juliaca, uno siente que está entrando a un refrigerador moderadamente frío. En la sala de espera de equipajes nos esperaba, casi al fondo, un grupo de música andina y empezaron a tocar cuando vieron el salón llenarse. Durante los primeros segundos fui conmovido hasta las lágrimas al escuchar la música con la que he crecido, fue la bienvenida mas memorable que he tenido jamás.
Llegué a casa y todo seguía como lo dejé, olvidé casi por completo la capacitación a la que fui sometido salvado solamente por las anotaciones y grabaciones clandestinas hechas por una «reportera» que conseguí, ya que allá por el 2004 los celulares no tenían las generosas prestaciones de ahora, o quizás no habían llegado a mi pueblo todavía.
He pasado dos veces por esa tensa situación de subir al avión en «piloto automático» después de unas copas que se extendieron más de la cuenta, luego simplemente despiertas y ya llegaste al destino yo encontré junto conmigo una cajita de la merienda que acostumbraban dar en el avión, a que hora lo pusieron nunca lo supe . . .
Iván, amigo mío bonita historia, creo q desde es año q mencionas no te veo, espero estés bien saludos